Ultimas obras maestras de Frank Gehry

Conjunto de oficina Der Neue Zollhof en Düsseldorf, formado por tres edificios revestidos cada uno de un material distinto: ladrillo, estuco blanco y chapas de acero inoxidable pulido

Fuente: La Vanguardia

Las dos últimas obras realizadas por Frank Gehry (1929) en Alemania demuestran que sigue siendo uno de los maestros de la arquitectura contemporánea, con una capacidad inagotable para inventar formas y transformar tipologías.

Frank Gehry ha integrado en su obra distintos mecanismos surrealistas dentro de un método que, como el paranoico-crítico de Salvador Dalí, consigue catapultar lo irracional y creativo con los medios de la razón y la técnica. El método paranoico-crítico se basa en manipular mediante la participación crítica de la inteligencia todo el material inédito, excéntrico e irracional perteneciente al mismo terreno del subconsciente y la locura. De esta manera, continuando las pautas de la arquitectura orgánica, Gehry ha sacado el máximo partido de los recursos surrealistas, como el “objeto encontrado”, el collage o el espacio onírico, aprendidos esencialmente a partir del pop art norteamericano. Su sabi-duría y creatividad le han permitido demostrar que el éxito del Museo Guggenheim en Bilbao (1991-1997), obra cumbre de finales del siglo XX, no fue una casualidad.

El Guggenheim de Bilbao culminaba experimentos realizados previamente, como el Museo Vitra (1987-1989), en la localidad alemana de Weil am Rhein, con sus tres salas de espacios concatenados y fluidos, sus formas recortadas y violentadas, y sus colecciones de sillas flotando o dispuestas en los muros; y el Museo de Arte Frederick R. Weisman en la Universidad de Minnesota (1990-1993), una caja prismática que aloja una serie de salas iluminadas por una diversidad de curvilíneos lucernarios y que posee, en uno de sus extremos, una fachada singular configurada por una cascada de superficies curvas recubiertas de brillantes paneles de acero inoxidable.

Ciertamente, tras el éxito del museo de Bilbao, en bastantes ocasiones Frank Gehry ha ido repitiendo sus proyectos a lo largo del mundo, pero afortunadamente, en algunas ocasiones ha sido capaz de inventar de nuevo. En Alemania ya había realizado dos proyectos de transición previos: el Centro de Comunicación y Tecnología EMP en Bad Öynhau- sen (1991-1995) y la urbanización Gold-stein Süd en Francfort (1991-1996). Ahora sus dos últimas obras alemanas son de nuevo hitos muy destacables.

El conjunto de oficinas Der Neue Zollhof en Düsseldorf (1994-2000), en la antigua zona portuaria de la ribera del Rhin, está formado por tres torres de formas orgánicas, conformadas a su vez por volúmenes curvos y escalonados, con fachadas resueltas a partir de la repetición de un mismo módulo de ventana realizado con paneles de hormigón prefabricados, que se obtuvieron a partir de unos moldes reciclables de polietileno extruido.

El proyecto de Gehry en Düsseldorf va mucho más allá de lo que se espera de un edificio de oficinas, convirtiéndose en un espacio urbano muy singular, sinuoso, como vacío dinámico creado por las masas curvas, escalonadas e inclinadas de las torres. Cada una de ellas está recubierta con un material distinto: la más regular de las tres, es de ladrillo rojo; otra, la más oriental, está revestida con estuco blanco. La más impactante, la del centro, recubierta con chapas de acero inoxidable pulido, que como un espejo refleja al infinito el conjunto.

El resultado no puede ser más sorprendente, creando un agradable y estimulante espacio urbano que parece de una ciudad del futuro y de un paisaje lunar. Paradójicamente, tal como sucede con el Guggenheim de Bilbao, el resultado no produce extrañeza, los edificios se entregan al espacio urbano sin violencia, abriendo sus interiores con grandes ventanales; tres esculturas arquitectónicas en diálogo con la ciudad.

La otra obra alemana reciente es el edificio del DG Bank (1995-2001), junto a la puerta de Brandenburgo, en la Pariser Platz de Berlín. Aquí la aportación de Gehry es de una sutileza y astucia máximas: la normativa urbanística de la plaza imponía unas condiciones de composición clásica muy estrictas, obligando a huecos de ritmo vertical y repetitivo, inspirados en la ciudad tradicional. Gehry consiguió integrarse a la normativa desarrollando toda su energía orgánica en el interior y proyectando una elegante y discreta fachada de cinco pisos hacia la plaza representativa. Un pequeño truco de medidas y de geometría le permite llevar la forma del rectángulo hasta el límite en el que el ojo humano lo perciba como un cuadrado.

En el interior las oficinas del banco se organizan en torno a un gran patio dentro del cual Gehry ha desarrollado un organismo extraordinario protegido por una cubierta acristalada de forma curva y conformado como una especie de gran ballena que se convierte en el espacio central del edificio: la sala singular de conferencias. Entre el lucernario, la rectilínea fachada interior revestida de paneles de madera y las formas curvas del organismo interior se crean riquísimos espacios de circulación y de encuentro. Esta especie de monstruo interior es un elemento recuperado por el arquitecto de un anterior proyecto no realizado: el vestíbulo en forma de cabeza de caballo que hay en la casa Lewis (1989-1995).

Conjunto inédito

La fachada posterior se desarrolla también de forma totalmente singular y sorprendente, liberada de los rígidos condicionantes urbanísticos de la plaza neoclásica. Una franja residencial de apartamentos, con la que completa el edificio, le permite a Gehry crear una fachada rítmica, de formas onduladas y escalonada, con expresionistas ventanas repetidas. Tanto esta fachada de viviendas como las oficinas en Düsseldorf son de momento los últimos eslabones de una cadena en la que se sitúa de manera relevante las formas deslizantes del edificio Nationale Nederlanden en Praga (1992-1996).

No es fácil inventar y crear obras de gran calidad y Gehry lo ha conseguido de nuevo, conformando un conjunto de edificios inédito, que crea un espacio urbano de gran personalidad y, en el caso del banco, transformando su típica solución orgánica como si girase un calcetín: la forma extraordinaria está dentro de una pulcra y engañosamente convencional caja clásica. Un estuche silencioso para una joya. Un shock surrealista: la barca es la que se ha tragado a la ballena.

Manos que oran… de Albrecht Durer.

En siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia con varios hijos. Para poder poner pan en la mesa para todos, el padre trabajaba casi 18 horas diarias en las minas de carbón, y en cualquier otra cosa que se presentara.

Dos de sus hijos tenían un sueño: querían dedicarse a la pintura.

Pero sabían que su padre jamás podría enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia.

Después de muchas noches de conversaciones calladas, los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Lanzarían al aire una moneda, y el perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios al que ganara.

Al terminar sus estudios, el ganador pagaría entonces los estudios al que quedara en casa con las ventas de sus obras. Así, los dos hermanos podrían ser artistas.

Lanzaron al aire la moneda un domingo al salir de la Iglesia. Uno de ellos, llamado Albrecht Durer, ganó y se fue a estudiar a Nüremberg.

Entonces el otro hermano, Albert, comenzó el peligroso trabajo en las minas, donde permaneció durante los siguientes cuatro años para sufragar los estudios de su hermano, que desde el primer momento fue toda una sensación en la Academia.
Los grabados de Albrecht, sus tallados y sus óleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de sus profesores, y para el momento de su graduación, ya había comenzado a ganar considerables sumas con las ventas de su arte.

Cuando el joven artista regresó a su aldea, la familia Durer se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la memorable velada, Albrecht se puso de pie en su lugar de honor en la mesa, y propuso un brindis por su hermano querido, que tanto se había sacrificado trabajando en las minas para hacer sus estudios una realidad.

Y dijo:
«Ahora, Albert hermano mío, es tu turno. Ahora puedes ir tú a Nüremberg a perseguir tus sueños, que yo me haré cargo de todos tus gastos».

Todos los ojos se volvieron llenos de expectativa hacia el rincón de la mesa que ocupaba Albert. Pero éste, con el rostro empapado en lágrimas, se puso de pie y dijo suavemente:
«No, hermano, no puedo ir a Nuremberg. Es muy tarde para mí. Estos cuatro años de trabajo en las minas han destruido mis manos. Cada hueso de mis dedos se ha roto al menos una vez, y la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que hasta me costó trabajo levantar la copa durante tu brindis. No podría trabajar con delicadas líneas el compás o el pergamino, y no podría manejar la pluma ni el pincel. No, hermano, para mí ya es tarde.

Pero soy feliz de que mis manos deformes hayan servido para que las tuyas ahora hayan cumplido su sueño».

Mas de 450 años han pasado desde ese día. para rendir homenaje al sacrificio de su hermano Albert, Albrecht Durer dibujó las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando al cielo. Llamó a esta poderosa obra simplemente «Manos», pero el mundo entero le cambió el nombre a la obra por el de «Manos que oran».

La próxima vez que veas una copia de esta obra, mírala bien. Y ojalá que sirva para que, cuando te sientas demasiado orgulloso de lo que haces, y muy pagado de ti mismo, recuerdes que en la vida nadie nunca ¡triunfa solo!

¿Qué decir? Palabras para Alejandro de la Sota.

Me encuentro en una situación incómoda.
Por un lado, me enorgullece y agradezco poder estar aquí, poder tomar parte en esta ceremonia de la Escuela de arquitectura de Madrid en memoria de Alejandro de la Sota.
Pero, a un tiempo, no sé que he venido a hacer, no sé con precisión en qué consiste un acto como éste, no sé cómo debamos proceder.

Sin duda, dentro de un tiempo, esta incomodidad estará resuelta. Entonces será el tiempo de organizar sesiones colectivas donde hablar de Sota y su obra para, entre todos, comprender mejor y transmitimos unos a otros lo que cada cual haya aprendido de su obra.

Entonces hablaremos y nos escucharemos. Pero en este momento la situación es bien distinta.

La distancia entre el momento de su muerte y ahora es todavía visible en todo su recorrido, tiene tal cercanía que habría cierto punto de engreimiento o de insensibilidad si cualquiera de nosotros se pusiera a hablar, a consultar sus papeles para hacer oir a los demás cuánto sabe.
Ahora no es el tiempo de hablar, ni acerca de la arquitectura de la Sota ni acerca de ninguna cuestión de la que sepamos.

¿Qué podemos hacer? ¿Recordarlo?

Tampoco es el caso. Si recordar tiene que ver con envolver y proteger algo en nuestro propio corazón, no creo que sea adecuado el grupo para recordar nada, sino la más estricta intimidad. No se recuerda en público.

¿A qué hemos venido, pues?

A hablar y a escuchar: sí, es posible, pero no a escucharnos a nosotros mismos hablándonos a nosotros mismos.

Este acto ya tendría sentido si en nuestra reunión nadie hablara, si ocurriera un silencio suficientemente atento como para presenciar y enmarcar el silencio que, desde ahora, será el de Alejandro de la Sota. Venir para quedar callados, en esta misma sala donde él habló.
Quizás entonces nos fuera dado percibir un murmullo muy tenue, pero preciso, que está y sigue para siempre en esta sala, rebotando y viajando de una pared a otra, y que sólo se alejaría por el espacio abierto, siguiendo una inalterable trayectoria interminable, si se abatieran las paredes y avanzara a cielo abierto.
Ese murmullo es la ondulación iniciada por la misma vibración del aire que un dia impulsó de la Sota al hablar, un murmullo que sigue siendo la misma vibración de aquel día.

Ese murmullo está ahora aquí. Sin duda ya viaja fuera del umbral que nuestros oidos son capaces de recoger, pero no está dicho que sólo pueda ser escuchado por los oidos.
¿No queréis oirlo? Callemos, pues.

Ese gesto sería posible, pero creo que no sin dejar en cada uno de nosotros, al separarnos, el sentimiento de no haber llegado a cumplir por completo con lo que nos reune.
También estamos aquí porque hay que hablar. Para hacerlo, lo primero que haría falta es el don de la palabra.
Eso no quiere decir saber hablar en términos fluidos y elegantes, ni conceptualmente ricos o interesantes.
Lo que nos falta es la palabra precisa, la adecuada aquí, en esta situación. La única que valdría la pena saber decir. La palabra frente a la cual todo asiente. La palabra que convoca a lo nombrado y lo pone en vida.

Marcos, 5 40-41: «Tomando a la niña de la mano le dijo: «Talitha kum», lo que se traduce por: Niña, te lo digo: ¡levántate!»

Lucas, 7 14: «Entonces dijo: «Muchacho, te lo ordeno, ¡levántate!»».

Kaj Munch, Ordet : «Escúchame, Padre nuestro que estás en los cielos, envíame la palabra, la palabra que Cristo ha ido a buscar para nosotros al reino de los cielos, la palabra creadora, la palabra de vida. ¡Dámela! Escúchame tú, difunta. En el nombre de Jesucristo, por quien las tumbas saltan en pedazos, tan cierto como que es voluntad de Dios: ¡Vuelve a la vida! Mujer, te lo digo: ¡Levántate!».

¿Qué decir, si ésa, la adecuada, es precisamente la palabra que nos falta, ante cuya ausencia todas las otras que sepamos pronunciar son escasas, insuficientes, están fuera de lugar?

Es posible que esa palabra no esté en nuestro idioma. Aunque ha habido quien, como Walter Benjamin, creyera que cada uno de nosotros posee y es responsable de una pequeña y débil fuerza mesiánica, capaz, pese a su debilidad, de reinstaurar vida en el interior de lo que ha sido.
Así, aquí no voy a hablar para hacer oir lo que yo me crea saber de la arquitectura de Sota, o con la irracional ilusión de revivirlo.
Mi intención es hablar para que las palabras que ahora pueda pronunciar acompañen en adelante al trayecto interminable de las suyas, para que las palabras de Sota no viajen solas en este sala.

Voy a decir tres palabras. La primera es la palabra Casa, la segunda es la palabra Maestro, la tercera es la palabra Muerte.

Casa.
En el prólogo a la segunda edición de «Hacia una arquitectura», en 1924, Le Corbusier define casa. Escribe que tenemos el instinto, el deseo de «una casa que sea ese ámbito humano que nos rodea, que nos separa del fenómeno natural antagonista, que nos da nuestro medio humano, a nosotras, las personas.»

Es una definición oscilante, pendular. Depende de una orilla variable -«el fenómeno natural antagonista»-, que no nos envuelve con una frontera estabilizada, sino que, según la ocasión, puede acercarse o retirarse. La intemperie puede empezar a veces a flor de piel, o, a veces, por piruetas que tracemos, nunca salimos al exterior de un ámbito humano que reconocemos nuestro.
Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está en casa. Allí donde sienta el contacto directo con el medio hostil antagonista, ahí está a la intemperie.

¿De qué está hecha una casa? ¿Cuál es el tejido de ese envoltorio, de ese ámbito que reconocemos como no hostil?
Por muchos distintos materiales, improvisados o acarreados, tanto físicos como mentales, tanto ocasionales como adquiridos.
Piedra, yeso y madera; luz y calor; agua; objetos y memoria; costumbres; otras personas.

Marx escribió que, por «naturaleza», no debíamos entender mares, campos, valles y montañas, bosques, cielo y animales. Naturaleza, para las personas, es siempre naturaleza humana, sociedad, por cuanto ninguno de nosotros puede existir sino en el interior de una sociedad, que es su condición, el marco de su vida, el resultado de su acción.
Eso quiere decir que podemos pensar la definición de Le Corbusier como tratando del establecimiento de un ámbito humano, que nos defiende, que aparta lo hostil, los comportamientos cuyo contacto sentimos antagonistas. Como en Esparta, nuestra casa está hecha con la actividad de aquellos que nos protegen.

La parte del cuerpo que antes reacciona ante la noticia de una muerte es la piel.
Sentimos la ausencia que se ha producido como un boquete, como una súbita desprotección. Entre nosotros y el mundo, algo que antes nos cubría, que se interponía y apartaba al medio natural antagonista, ya no está. La punzada del frio ha entrado por ese jirón.
Para los que estamos aquí, y para muchos de los que entre nosotros se han acercado al oficio de la arquitectura en el último medio siglo, Sota ha sido una casa.
Él ha desplazado lejos, fuera, el medio natural antagonista, nos ha permitido usarlo como barrera. Ha abierto un ámbito en cuyo interior el esfuerzo de nuestro trabajo ha cobrado sentido, ha tenido modelos, se ha podido orientar.

¿Quiere decir eso que ha sido confortable, que era protector, que dentro suyo uno podía acurrucarse con comodidad?
No, de ningún modo, porque ha sido, además, un maestro.

Esa es la segunda palabra.

Maestro.
¿Qué es un maestro?
Ante todo, es alguien que no tiene discípulos. Carece de interés, por cuanto no hace más que repetir lo que ya hay, la imagen de un maestro como aquél que orienta sobre el camino y las metas, que marca la dirección y el cauce a seguir, que trasmite a los demás su saber y experiencia acumulados, que dota de instrumentos.
Alguien puede pensar que la obra del maestro enriquece con su herencia a las generaciones sucesivas, a quienes la trasmite. Eso no sólo es falso: es también un absurdo lógico.
Hay gente así, pero llevan otro nombre. Un maestro desorienta, insatisface, empobrece.
Ante el maestro, el resultado al que cada uno de nosotros ha llegado no basta. Cuanto sabemos es insuficiente, impreciso, aproximado.
Todo cuanto hemos adquirido muestra un sospechoso brillo de quincallería, ante el maestro.
El maestro es un dispositivo que hace saltar una inmediata desconfianza ante lo obtenido.
Impulsa, en una continuada insatisfacción, a ir más allá, hacia otra dirección, de diversa manera.
Como más nuestra experiencia se mueve en el estímulo centrífugo del maestro, más capaces somos de prescindir de modelos, reglas, obediencias, costumbres.
Un maestro no convoca, no atrae. Dispersa.
Perdemos seguridad. El maestro es aquél que nos quita, una tras otra, las provisiones acumuladas. Quedamos sin nada entre las manos. Puede ser llamado pobreza, pero también libertad.
El maestro hace libre. Nos enfrenta a un territorio en el que no hay ningún sendero trazado, de ilimitada extensión, y que debemos recorrer solos.

Eso acerca a la tercera palabra.

Muerte.
¿Qué significa que Alejandro de la Sota esté muerto? -porque está muerto, ¿verdad?

Hay que cuidar el lenguaje, en este territorio límite, y para conviene tener la ingenuidad de quien oye y usa por primera vez una palabra, y la humildad de quien acepta ser usado por las palabras.
¿Muerto es lo que no está en vida? ¿Que esté muerto significa que ya no está vivo?
No exactamente.
Muerto es lo que ya no puede vivir por sí mismo, lo que, de seguir siendo tiempo vivo, requiere del apoyo en otros.

¿Cómo puede hacerse eso? Actuando en dirección contraria a como ocurre en los hospitales. Ahí ceden los órganos de los muertos, para que los vivos puedan seguir viviendo.

Se trata de llegar a hacer lo contrario: cederle todo nuestro cuerpo a quien ha muerto, para que éste pueda seguir viendo por nuestros ojos, hablando por nuestra garganta, trabajando por nuestras manos. Para que su modo de imaginar, sentir, proponer siga estando en pie, en activo entre nosotros.
Para que siga viviendo.
Que, mientras nosotros vivamos, Alejandro de la Sota pueda seguir haciéndolo a través del modo en que nosotros vivamos.

Recuerdo ahora dos frases, leídas en autores dispares.
Una es un verso de Borges. «Somos los que se van». Escrito de otro modo, en un poema posterior, resultaba: «Sólo el que ha muerto es nuestro».
La otra frase es de un ensayo de John Berger: «Los muertos son la imaginación de los vivos».
Ambas frases me resultan enigmáticas, porque no encuentro modo de determinar el sujeto y el objeto que quedan a lado y lado del verbo «ser».
¿Somos nosotros quienes nos vamos, o substituimos a quienes se han ido?
¿Imaginan y crean los vivos a los muertos, o producen los muertos la imaginación de los vivos?
¿Poseemos al que ha muerto, o ha sido lo nuestro lo que ha muerto?
No quiero palpar demasiado estas frases, para mantener abierta mucho tiempo esa proximidad entre nosotros -un «nosotros» del que todos, también «ellos», formamos parte.

Josep Quetglas

Frank O. Gehry opina sobre la zona 0

El arquitecto Frank O. Gehry recomienda esperar una década para construir un edificio en el sitio donde estuvieron las Torres Gemelas, ya que de otra forma se trataría simplemente de «un gesto simbólico» de que los terroristas de Al Qaeda no pudieron contra el poderío de Estados Unidos.

«Y creo que si Estados Unidos es tan poderoso como aseguran sus gobernantes, no necesita símbolos para demostrarlo», añadió quien es considerado uno de los mayores arquitectos contemporáneos, creador de obras como el Museo Guggenheim de Bilbao.

Testigo directo de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, momento al que calificó de «muy impactante», y crítico del sistema estadounidense, Gehry dijo sentirse molesto por la actitud belicista del Presidente George W. Bush.

«Hay algunos arquitectos a los que les gusta hablar como filósofos, pero muchas veces emiten opiniones sin base», consideró Gehry, quien destacó que en Estados Unidos no existe una arquitectura que responda a un programa de vivienda social.

Durante una conferencia magistral, el ganador del Premio Pritzker 1989 propuso a los jóvenes arquitectos no copiar el trabajo de otros, porque esto los llevará a repetir sus errores y los conducirá al fracaso creativo.

«No creo que sea fácil copiar mi trabajo. Espero que no lo sea y tampoco creo que se deba hacer, porque mi mensaje para los arquitectos del futuro es que encuentren su lenguaje. Es difícil hallarlo, pero uno no debe rendirse ni mirar atrás para saber lo que otros piensan de su obra. Así llevarán una vida más feliz».

Nacido en 1925 en Toronto, Canadá, Gehry se mudó con su familia en 1947 a Los Ángeles, donde se graduó como arquitecto en la Universidad de Southern California. Posteriormente, recibió el título en Planeamiento Urbano en la escuela de diseño de Harvard, y en 1962 abrió su primer estudio en Los Ángeles.

Tras su primer proyecto europeo, el Vitra Design Museum en Alemania, Gehry fue contratado para realizar el Walt Disney Concert Hall y actualmente trabaja en el proyecto del Museo Guggenheim de Nueva York.

Gehry señaló que su trabajo se ha caracterizado por la asimetría, la interacción de sus construcciones con el entorno y una combinación entre lo racional y lo irracional, patente en el carácter escultórico que imprime a sus proyectos.

«La arquitectura evoluciona con las necesidades del cliente y con un gran sentido del humor».

El arquitecto, quien se refirió a su proceso creativo mediante la proyección de bocetos, planos y maquetas de proyectos recientes, explicó que las formas «raras» que ha concretado lo llevaron a desarrollar programas informáticos que le permitieran ejemplificar procesos de construcción, los cuales llamaron la atención de otros arquitectos, quienes se interesaron en aprender su uso, por lo que fundó una escuela con sus asociados.

Fuente: Reforma.com

La ciudad tras las rejas

La ciudad china tradicional está formada por una serie de espacios encerrados unos dentro de otros. Son espacios concéntricos, con mundos agazapados en el interior de otros mundos. El universo es una muñeca rusa…


Publicado en la Vanguardia

La ciudad china tradicional está formada por una serie de espacios encerrados unos dentro de otros. Son espacios concéntricos, con mundos agazapados en el interior de otros mundos. El universo es una muñeca rusa. De la escala territorial a la escala urbana, de la escala urbana a la escala de barrio, de la escala de barrio a la escala doméstica: cada espacio está rodeado por un muro que marca claramente el salto de un mundo a otro. Esta necesidad de marcar un límite rotundo proviene en parte de la voluntad de diferenciar lo propio de lo ajeno, pero también de un sentido de la protección extraordinariamente desarrollado.

La Gran Muralla es, por supuesto, el ejemplo más claro. Ningún otro pueblo ha realizado un esfuerzo tan descomunal para sentirse protegido, ni ha convertido un elemento de protección en su principal construcción simbólica. No obstante, esa formidable defensa que se extiende desde la costa hasta los remotos desiertos del interior no resulta suficiente para satisfacer el sentimiento de protección chino. También las ciudades están rodeadas de murallas y, en el interior de las ciudades, a ambos lados de las avenidas más importantes un muro separa a su vez la avenida del “hutong”, el abigarrado tejido de viviendas y callejuelas que constituye el barrio tradicional. Finalmente, en el interior del “hutong”, la casa típica también se organiza en un espacio protegido por un muro, con las diferentes dependencias de la vivienda familiar distribuidas alrededor de un patio. “El chino tiene el alma cóncava”, dice Henri Michaux en “Un bárbaro en Asia”, sólo así se explica esa tendencia al continuo repliegue sobre sí mismo.

Si el paisaje chino o, para ser más precisos, la representación del paisaje ha tenido siempre un carácter marcadamente vertical (imágenes de riscos escarpados emergiendo entre la bruma, oníricas formaciones cársticas en el río Li), la ciudad era, en cambio, un espacio bidimensional, un laberinto plano construido sobre una llanura que formaba un estrecho estrato construido bajo una repetida cubierta de teja. Hasta hace unas décadas, en la superpoblada Pekín pocas construcciones superaban las dos o tres plantas de altura. Ningún edificio debía ser más alto que el palacio Imperial. En las fotografías de las celebraciones de la revolución, la Ciudad Prohibida todavía se alza sobre un horizonte plano, y ese paisaje bidimensional perduró hasta la muerte de Mao Zedong en 1976.

Sin embargo, en el último cuarto de siglo, mientras el retrato de Mao permanecía inalterable frente a la plaza Tiananmen, retocado una y otra vez por el mismo pintor, la ciudad se transformaba completamente, pasando de ser un paisaje plano a convertirse en un paisaje vertical. Pekín es hoy una ciudad de rascacielos, rascacielos de viviendas estrechos y apantallados, dispuestos en fila india como fichas de dominó, rascacielos de oficinas, rascacielos hotel. Entre ellos: autopistas de diez carriles y pasos elevados.

La sustitución de un modelo de ciudad por otro se produce a ritmo ágil y con gesto decidido: se marca en el plano, se arrasan las viviendas de planta baja y piso, se valla el enorme solar vacío correspondiente a un antiguo barrio y se coloca un gran cartel con una imagen generada por ordenador del nuevo rascacielos tras una fotografía de dos jóvenes con vestimenta militar, saludo castrense, sonrisa resplandeciente y mirada hacia el futuro. Después sólo queda construir esa misma imagen.

La transformación de Pekín se produce de forma especular en otras ciudades: Shanghai, Kumming, Xian, Cantón y, por supuesto, en Hong Kong, donde los edificios de viviendas se encaraman por las empinadas laderas de la montaña como si se tratase de una urbanización informal, cuando en realidad son torres de apartamentos de lujo, cuyo coste únicamente es entendible desde la perspectiva de las enormes cantidades de dinero que se manejan unos cientos de metros más abajo, en el “downtown” de esta isla financiera.

Para cualquier extranjero que visite el país, más que la visión de las inmensas fachadas homogéneas, lo que resulta realmente desconcertante es que los balcones de esas viviendas, incluso aquellos situados en las plantas más altas, estén invariablemente protegidos con rejas en un país donde los índices de criminalidad son mínimos. Una larga tradición pacífica, la profunda huella del confucianismo, cincuenta años de sistema comunista y un sistema penal brutal han reducido los delitos violentos a niveles muy bajos. ¿Cómo es posible pensar que alguien pueda entrar por el balcón de la planta decimocuarta en un país en el que ni el turista más despistado teme que le roben la cartera en la calle? La transformación de las ciudades en la segunda mitad del siglo pasado, la conversión del plano horizontal del paisaje en un plano vertical, ha sido atravesada por la idea de seguridad. El sentido extremo de la protección que hace siglos llevó a esta civilización a estructurar su forma de habitar el territorio a partir de la construcción de una serie de murallas concéntricas produce ahora un paisaje urbano encarcelado, una ciudad cubierta de rejas. Sin embargo, de la misma manera que hace dos mil años la Gran Muralla, destinada a proteger el imperio recién creado por Qin Shi Huang, fue construida por disidentes condenados a trabajos forzados, las rejas que cubren hoy las ciudades son más opresivas que protectoras.

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